El suelo es un recurso natural que caracteriza
cualquier territorio. Constituye el soporte de la producción primaria, por
tanto, es la base de la agricultura y condiciona la seguridad alimentaria en el
mundo. Las propiedades de los suelos son muy sensibles a los cambios de usos y
con frecuencia se producen impactos manifiestos a corto plazo. Por tanto, las
propuestas de gestión de los suelos para la adaptación y/o la mitigación del
cambio climático deben considerar simultáneamente los usos de los suelos y sus
posibles cambios.
Una parte importante de la superficie del territorio español está amenazada actualmente por procesos de desertificación, fomentados por las actividades humanas bajo condiciones de aridez. En el momento actual, se reconoce que un 31,5% de la superficie española está afectada gravemente por la desertificación.
Los dos componentes fundamentales de la desertificación son la erosión y la salinización del suelo. Las proyecciones del cambio climático agravarían dichos problemas de forma generalizada, es decir, los impactos previsibles del cambio climático afectarán especialmente a la salinización de los suelos de regadío y al riesgo de erosión de los suelos (en combinación con el previsible aumento de los incendios forestales). El impacto de la salinización se concentrará en las regiones españolas de clima más seco.
Los suelos pueden ser fuente y sumidero de carbono, por tanto, contribuyen a regular el ciclo del carbono y sus consecuencias en el cambio climático. Los usos del suelo y, especialmente, los cambios de uso, son la causa que determinará si éste será fuente o sumidero de carbono. El cambio climático ejercerá una influencia sobre el contenido en carbono orgánico del suelo de manera directa, sobre los procesos de acumulación y mineralización, e indirectamente, a partir de su influencia sobre los cambios de uso del suelo. Los modelos del ciclo del carbono y los estudios climáticos sugieren una disminución generalizada del carbono orgánico del suelo como consecuencia del aumento de la temperatura y de la seca proyectados por los modelos de cambio climático, lo cual aumentaría el riesgo de erosión y desertificación. Las zonas donde cabe esperar pérdidas mayores de carbono orgánico serían las más húmedas (Norte de España) y para los usos de suelos que comportan contenidos en carbono orgánico más elevados (prados y bosques). Además, la cantidad de carbono orgánico en el suelo tiene influencia directa en los niveles de CO2 atmosférico, y los suelos encharcados de forma temporal, emiten CH4 y N2O que contribuyen significativamente al efecto invernadero.
El adecuado manejo de las técnicas de cultivo, de la labra, riego y gestión de las enmiendas orgánicas en cultivos, y la reforestación son medidas que permitirán la adaptación (y mitigación) de los impactos derivados del cambio climático. La Estrategia Europea de Conservación de Suelos, la Política Agraria Común, con sus medidas agroambientales, el Plan forestal español y la planificación de los usos del suelo, en sus diferentes escalas de gestión son instrumentos que deben permitir la conservación de los recursos edáficos y los ecosistemas asociados.
La gestión de los ecosistemas agrícolas y forestales ofrece, en el estado de conocimientos actual, alternativas viables de adaptación y mitigación, compatibles con el mantenimiento de la productividad y la conservación de los ecosistemas (biodiversidad). Las barreras a la aplicación de dichas medidas se sitúan sobre todo en la transferencia de las técnicas a los usuarios y en la predisposición de los gestores privados y públicos a su aplicación.